La Convención Marco de las Naciones Unidas sobre el Cambio Climático (CMNUCC), en su artículo 1, define al cambio climático como la suma de las consecuencias derivadas de la actividad humana, más la variabilidad natural del clima observada durante períodos de tiempos comparables.
Más allá de las diferencias de criterio que existen respecto a los conceptos “variabilidad” y “tiempos comparables”, y de las diferentes visiones respecto a la amenaza -o beneficio- que el supone el cambio climático para nuestro planeta, su estrecha relación con la política, la geopolítica y la economía ha sacado a este complejo fenómeno físico del ámbito de la ciencia.
Siendo el cambio climático una amenaza global, podría esperarse que el rol de la política fuese de cooperación, con la ciencia trabajando en la mitigación y adaptación al fenómeno. Esto no ha sucedido y, a mi parecer, no sucederá.
También es lógico que la comunidad internacional se enfrasque en complejas negociaciones para “socializar” el costo de la posible remediación y/o adaptación. En 1849, Thomas Carlyle, criticó al capitalismo diciendo que “(…) es una ciencia que encuentra el secreto del universo en la oferta y la demanda (…)”. Impresionado por las opiniones de Thomas Malthus, afirmó que el capitalismo “no podrá abastecer de alimentos al crecimiento de la población”. Años después, Karl Marx afirmó que el capitalismo es el enemigo del hombre y de la naturaleza.
A comienzos de la década del 70, Maurice Strong fue designado secretario general de la Conferencia de las Naciones Unidas sobre el Medio Ambiente Humano (CNUMAH). Strong, quien fue petrolero antes de llegar a las Naciones Unidas, se preguntaba: “¿La única esperanza para el planeta no es que las civilizaciones industrializadas colapsen? ¿No es nuestra responsabilidad lograrlo?”.
En la misma dirección se expresaba Timothy Wirth, presidente de la Fundación de las Naciones Unidas, cuando aseguraba que “tenemos que afrontar este problema del calentamiento global. Incluso si la teoría es incorrecta, estamos haciendo lo correcto en términos de política económica y ambiental”.
En 1988, cuando la caída de la Unión Soviética era solo cuestión de tiempo, y a iniciativa de Mikhail Gorbachov, Naciones Unidas fundó la Cruz Verde. En el 2000, Gorbachov es nombrado Comisionado para La Carta de la Tierra, cuyos principios son la integridad ecológica y la justicia social y económica. Al respecto, Gorbachov declara que “visualizo los principios de la Carta de la Tierra como una nueva forma de los diez mandamientos. Ellos sientan las bases para una comunidad terrestre sostenible”.
En la misma dirección se expresaba Timothy Wirth, presidente de la Fundación de las Naciones Unidas, cuando aseguraba que “tenemos que afrontar este problema del calentamiento global. Incluso si la teoría del calentamiento global es incorrecta, estaremos haciendo lo correcto en términos de política económica y ambiental”.
Ya en el año 2014 Christiana Figueres, arquetipo del COP21, afirma que el régimen chino es mejor que la democracia para combatir el flagelo. Las Naciones Unidas no fue el único ámbito propicio para la ideologización del cambio climático. Una nueva corriente filosófica hace su aparición en los años 60 para confluir con el cuadro político antes mencionado: el postmodernismo.
El posmodernismo comienza a desplazar al razonamiento cartesiano mediante la crítica de Kierkegaard, combinada con el marxismo y la interpretación freudiana de «la verdad». El hombre posmoderno toma el concepto de «verdad subjetiva, que depende del observador», rechaza la idea de construir su futuro porque es incierto y desesperanzador. El hombre posmoderno abraza lo efímero y tiende a «comprar» ídolos, ya sean estos políticos, atletas, etcétera, y prefiere el dogma y el mito a la racionalidad.
Ahora la percepción de la realidad es la nueva verdad. El cartesianismo, la búsqueda de la verdad absoluta usando como herramienta el escepticismo metódico, retrocede rápidamente. En nuestra sociedad judeocristiana, los dogmas conforman la estructura vertebral de nuestra organización, tanto política como religiosa. Y los dogmas no se discuten: se aceptan. Podemos afirmar sin riesgo de estar equivocado que el dogma es el enemigo de la búsqueda metódica de la verdad.
En 1972, el Club de Roma publica un estudio conocido como Los Límites del Crecimiento, que desarrolla las ideas de Thomas Malthus: la especie humana no puede crecer indefinidamente. Este estudio, preparado por el MIT y financiado por la Fundación Volkswagen, es una poderosa corriente de pensamiento que confluye con el concepto de Marx sobre capitalismo, para formar una ancha avenida con espacio para la consolidación del dogma.
En Alemania, en los 80, se funda el Partido Verde, de raíces comunistas. Años más tarde, el movimiento anticomunista Alianza 90 se fusiona con el partido Verde. Estos movimientos fueron precursores en la difusión de la lucha contra el cambio climático en Europa. Siempre relacionado con la lucha de clases.
Volviendo a la política internacional, en 1989 el mundo estaba a la expectativa de la inminente caída de la Unión Soviética. Pocos meses antes del derrumbe, el economista John Williamson enuncia un paquete de medidas para que los países en desarrollo ayuden a solucionar el crónico problema del endeudamiento de los países en vías de desarrollo.
El paquete es un conjunto de 10 medidas calificadas por sus detractores como el “fundamentalismo de mercado”, o neoliberalismo. Seguridad jurídica para la propiedad privada, privatización de empresas del estado, desregulación de la economía y liberalización del comercio fueron algunos de esos “mandamientos”.
El “fundamentalismo de mercado” fue una respuesta no solo a los problemas que afligían a los países en desarrollo. En esencia constituyó la forma en que el capitalismo intentó ocupar el espacio dejado libre por la desaparición de la Unión Soviética.
El Consenso no se ocupó del cambio climático, y en términos prácticos lo que hoy conocemos como la transición energética no comenzó a tener una presencia mensurable en la matriz primaria energética mundial hasta 2005.
El concepto del cambio climático, pese a los movimientos ambientalistas y los esfuerzos de Naciones Unidas, no dio lugar a la adopción de medidas concretas de adaptación y menos de mitigación de alguna significación hasta la mitad de la primera década de este siglo.
En el mismo año que el Consenso de Washington viera la luz, Al Gore ya era notorio por su actividad buscando sensibilizar la problemática del cambio climático. En 1992, Gore escribe su libro “Earth in Balance” y en 2006 produce la película An Inconvenient Truth.
La campaña de Gore, más allá de sus fallidas profecías sobre calamidades naturales atribuibles al cambio climático antropogénico, tuvo un gran impacto mediático y, por tanto, en sensibilizar a la opinión pública.
El activismo de Gore derivó en el involucramiento financiero de los gobiernos de Estados Unidos y de Europa en el desarrollo de tecnologías “verdes” mediante la creación de subsidios a la utilización de estas. El desarrollo de las energías renovables aleatoriamente intermitentes tuvieron un fuerte impulso.
En el año 2015, el Papa Francisco escribe la Encíclica Laudato Si. Más aún, el 8 de abril del 2020, el Papa sugiere que la pandemia puede ser una respuesta de la naturaleza al cambio climático. El cambio climático antropogénico pasa a ser parte del dogma religioso.
Contemporáneo con Gore, Ulrich Beck desafía al postmodernismo. Beck define a la “sociedad de riesgo”, en la cual las personas enfrentan todo tipo de riesgos: ambientales, económicos, etcétera, sin que el estado pueda protegerlas.
Beck percibe a la globalización como la interacción de los diferentes países a través de empresas multinacionales, es decir, los 10 mandamientos del Consenso de Washington. Para Beck, en la globalización la política es reemplazada por el mercado.
Pero Beck va más allá y encuentra en el globalismo una etapa superadora de la globalización, en tanto este concepto es una suerte de fusión entre la globalización económica y la desaparición de la nación-estado. Algo así como juntar lo mejor del capitalismo con lo mejor del comunismo. Una fuerte aproximación al sistema político de China.
El globalismo es calificado por las derechas de todo el mundo como el enemigo de la “patria”, y así lo manifestó Trump en no pocas oportunidades.
Klaus Schwab, el fundador de la conferencia de Davos, es la cabeza más visible del globalismo, que hoy reúne a China, buena parte de Europa y, posiblemente, a los Estados Unidos de Joe Biden.
En 2017, el World Economic Forum publicó un video en el que detalla las principales características del globalismo. Vale la pena considerar algunas de esas características, a alcanzar en 2030:
- Desaparición de la propiedad privada.
- Estados Unidos dejará de ser potencia mundial.
- Mil millones de personas tendrán que desplazarse por el cambio climático.
- Valores occidentales serán puestos a prueba.
- Stakeholder capitalism, sobre el cual volveré más adelante.
- Moneda única global
La Conferencia de Davos 2020 avanzó sobre estas cuestiones y publicó un Manifiesto cuyos puntos principales son:
- Las empresas no solo funcionarán para sus accionistas sino también para las comunidades y la sociedad en general.
- Una empresa atenderá a las necesidades humanas en un marco social global.
Según Schwab, el fin último de las empresas es el de mejorar el mundo. Es la nueva empresa. El Stakeholder Capitalism.
En la conferencia de Davos llevada a cabo en enero del corriente año, el Reporte de Riesgos Globales indica que, por probabilidad de ocurrencia, el riesgo climático es el mayor. Mientras que, por impacto, el mayor riesgo es de las enfermedades infecciosas.
Schwab afirma que el covid-19, es una gran oportunidad para reformular el capitalismo: caminar hacia el globalismo. Davos 2021 significa el lanzamiento del llamado Great Reset: alcanzar los objetivos enumerados en Davos 2020. Según Schwab, el discurso de un minuto y medio que grabó Greta Thornberg para este último Davos es un disparador del Great Reset.
Ida Auken, miembro del parlamento danés acaba de afirmar “nada poseo. Todo lo que sea un producto, ha pasado a ser un servicio”. Es decir, el “nuevo estado” global poseerá los bienes y los proveerá como servicios. Se puede pensar que todo lo anterior está alejado de la lucha contra el cambio climático. Pero no es así.
La lucha contra el cambio climático pasó de la indiferencia de los 90, al impulso del desarrollo tecnológico de la primera década de este siglo, al comienzo del desplazamiento de los combustibles fósiles, especialmente carbón, mediante el subsidio estructural a las energías verdes.
Hasta ahora, cada país lleva su propia agenda del cambio climático en función de sus propios intereses. En Europa, la dependencia del gas ruso es un fuerte motivador para impulsar el desarrollo de las energías renovables. La declinación del mar del Norte y el próximo cierre de Groningen, el mayor yacimiento gasífero de Europa, son fuerzas que van en la misma dirección.
En nuestra región, Uruguay tiene éxito en su plan por sustituir fósiles en el segmento de generación, contando a su favor una base hidráulica relativamente importante. Chile, un país casi sin producción de fósiles, sigue la misma línea. En todos estos casos la seguridad de suministro energético juega un rol fundamental, así como alcanzar el equilibrio en la balanza comercial sectorial.
Hasta el presente, y desde que el hombre empezó a reemplazar la energía vital por el viento, el sol y la energía animal, hasta el desplazamiento del carbón por el petróleo, todas las transiciones energéticas han tenido como fuerzas impulsoras la ganancia de productividad y/o la abundancia y/o cercanía del recurso a introducir.
Todas las transiciones hasta el presente ocurrieron a diferentes velocidades conforme a las características de cada país.
Cuanto más pequeño sea un país, más sencilla será la transición. Cuanto más grande y concentrada la población, más difícil es.
Las mayores dificultades para acelerar los procesos de transición han sido la necesidad de hundir las inversiones en infraestructura asociadas a la “energía vieja” y levantar la correspondiente a la nueva forma de energía. Y tal vez la mayor de las barreras: el reemplazo de los aparatos que consumen o transforman la energía.
Lo que comenzó como un reemplazo de los combustibles fósiles por energías verdes para combatir el cambio climático pasó a ser una parte muy importante pero no el objetivo final de la transición hacia un nuevo orden mundial.
El globalismo ocupando el lugar de la globalización. El 2030 es el año en que este reemplazo tendría lugar. El mismo año que, según John Kerry, el mundo soportará una hecatombe, a menos que actuemos rápidamente.
Según Faith Birol, jefe de IEA, la transición a net-zero ha comenzado.
De acuerdo con la doctrina del globalismo, deberá haber una distribución de la riqueza desde los países ricos hacia los pobres. Las “nuevas empresas”, el stakeholder capitalism, serán los agentes del cambio. Estas nuevas empresas ya no tomarán sus decisiones en base a los intereses de sus accionistas. También deberán tomar en cuenta los intereses de la sociedad en su conjunto.
Esta “nueva economía” pone de patas para arriba toda la teoría económica sobre el rendimiento del capital y la generación de valor para el accionista. Nadie sabe hasta dónde puede llegar este proyecto, y tampoco hay claridad respecto de cómo sería el camino hacia el nuevo orden.
La desindustrialización de los países ricos y la industrialización de los países pobres, la migración de 1000 millones de personas, y la adopción de una moneda única son partes indispensables para el Great Reset del que Schwab habla.
La transición energética se aparta entonces de los conceptos clásicos y ahora es un proceso que debe ocurrir, sea el cambio climático antropogénico una amenaza, o no.
Ahora, la transición energética es un proceso necesario para dejar atrás la economía basada en los combustibles fósiles y para cambiar los centros de producción y consumos de bienes. En suma, para redistribuir la riqueza según los criterios de una suerte de gobernanza mundial que, para algunos, debería ejercerse desde Naciones Unidas.
No puedo menos que recordar a Maurice Strong.
Con independencia de que tan lejos llegue este proyecto, no tengo dudas que el mundo ya no será el mismo. Las empresas deberán “adaptarse”, aprender a desarrollarse en este nuevo escenario político-económico a fin de poder capturar las oportunidades que se presenten y de minimizar los riesgos que deberán enfrentar.
No sé qué piensa la dirigencia política argentina sobre todo esto. El presidente Fernández tuvo participación en Davos.
Este pequeño ensayo solo intenta reflejar la confusión e ignorancia de quien lo escribe. Dejo para el final algunas preguntas de las muchas que este tema sugiere.
Preguntas generales
- Desde el punto de vista de la gobernanza mundial, ¿cómo sería la participación ciudadana?
- ¿Qué pasaría con aquellos países que no adhieran al nuevo orden?
- ¿Cómo se adoptaría la nueva moneda global y cómo se repartiría entre los diferentes países?
- ¿Cómo se produciría la desaparición de la propiedad privada, y cómo se asignarían los bienes entre las personas?
- ¿Cuál sería el tratamiento de las deudas y acreencias entre países y también respecto de los organismos multilaterales?
- ¿Existirá una norma global para el control de las emisiones?
- ¿Cómo se definiría el concepto de la “nueva rentabilidad” y cómo se solventaría?
- Ante el abandono de los mecanismos de mercado para el tratamiento de las emisiones de GHG, ¿cómo se definiría el impuesto al consumo de combustibles fósiles?
Preguntas locales
- Para el caso de un concesionario upstream, en el caso que se fija una meta de net-zero emisiones con el objetivo de contribuir a las emisiones globales, ¿cómo piensa reducir su producción? ¿De gas natural o solo de petróleo? ¿Con qué criterios elegiría dónde, cuándo y cuánto reducirlas?
- Para el caso anterior, ¿cuál podría ser la respuesta del concedente, teniendo en cuenta que Argentina es signataria del COP 21?
- Con la intención de alcanzar el doble objetivo de net-zero y la transferencia de la propiedad al estado, la figura de concesión ¿no debería ser reemplazada por la de contrato de servicio? Bajo contratos de servicio, el estado decide cuantos hidrocarburos producir y estos son de su propiedad, y no del concesionario.